Hacía falta ser lo hombre que era Jo Carven para no matar al sujeto que tenía delante. Y la hombría nunca se ha podido medir ni pesar; ni siquiera tiene comparación.
Una pelea fue suficiente para dominar al asesino. Un golpe bien dado, como sólo Jo sabía darlos, y el repulsivo individuo cayó al suelo. Ahora estaba a su merced, podía balearlo, clavarlo en el suelo de tierra de la cabaña, aplastarle el cráneo.
Jo Carven no lo hizo.
Se limitó a inclinarse sobre el nauseabundo asesino, sin expresión en sus ojos grises como el acero, y amarrarle las manos a la espalda, utilizando un trozo de soga. Lo mismo hizo con sus piernas.
Empleó su cuchillo de monte para cortar la cuerda, de un tajo seco y fiero. Luego se levantó, mirando detrás de la mesa, donde yacía el cuerpo del hombre que había sido su único compañero en la vida, su amigo y consejero... ¡Su padre!
¡Y el sapo inmundo que ahora yacía en tierra, maniatado, le había matado, disparándole en medio del pecho!