Missoula, en Nebraska, no era algo más que un depósito ferroviario, en torno al que se habían establecido una docena de familias que vivían, más o menos, de la Unión Pacific.
Ni siquiera llegaba a pueblo, y su demarcación correspondía al territorio de Lakesside, en donde había sheriff, juez y médico. También debía de haber verdugo, porque en más de una ocasión se había ahorcado a alguien.
La Ley era severa en aquella dura comarca. Los hombres también eran duros, resentidos y hoscos, como la misma tierra por la que solía cabalgar el indio hostil, incendiando, violando y matando.
Allí, en Missoula, vivía un joven a cuyo padre mataron sus convecinos de una terrible paliza. Su nombre era Bertie Lindsay y no había cumplido dieciocho años.
Aquel muchacho no tenía oficio ni beneficio. Se pasaba el tiempo vagando por los alrededores del lugar, juntándose con dos muchachos de su edad, que, a diferencia de él, tenían padres y familiares. Uno era Mel Wilkes y el otro Harry Yates.