Desde muy jovencita, Beatriz había sentido una morbosa inclinación por experimentar situaciones y vivencias que acelerasen los latidos de su corazón. Era una niña rica, envidiada por su belleza, y sin más preocupación que lucir modelitos caros y conducir su pequeño deportivo rojo. Hasta que conoció al serio, estudioso y apuesto Gustavo Barea, que la miraba como a una niña tonta y engreída. Beatriz se enamoró de él prácticamente nada más verlo y se prometió a sí misma que haría lo posible y lo imposible para que cayera rendido a sus pies.
Se casaron perdidamente enamorados y tuvieron dos hermosos hijos. Durante varios años esta felicidad colmó las inquietudes de Beatriz, hasta que la plácida vida hogareña, los fines de semana en familia y la blanda rutina de una esposa y madre de clase alta, comenzaron a llevarla a pensar que perdía los mejores años de su vida en aquella algodonosa existencia, cómoda y sin sobresaltos. Y se embarcó en una fugaz y desatinada aventura amorosa con un viejo amigo de la familia, un exquisito e indolente desocupado que vivía de las rentas y con fama de cosmopolita. A Beatriz irse a la cama con él suponía un sacrificio, pero a ella lo que la enaltecía hasta perturbar su entendimiento era el sabor del riesgo, de la clandestinidad, de la sensación de lo prohibido...