Todo el mundo parece coincidir en que el oficio de guionista debe ser un poco triste; vayan por delante dos ejemplos: Preston Sturges, tras sus triunfos en Broadway, recaló en Hollywood y acabó tan harto de escribir para otros que aceptó el pago simbólico de un dólar para poder debutar como director. Frank Tashlin decidió convertirse en director porque comprobar lo que otros hacían con sus guiones le destrozó los nervios y le creó impulsos asesinos hacia los directores.