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El 31 de diciembre del año 2.001, quedaron suprimidas definitivamente las prefecturas de Venezuela. Unas instituciones reguladas por una ley inconstitucional, injusta e inmoral; la ley de vagos y maleantes. Un cuerpo normativo que facultaba a los prefectos a imponer arrestos y detenciones de hasta setenta y dos horas, o internamiento indefinido en aberrantes colonias de reclusión sin orden judicial previa.

Dicha ley había sido heredada de la última dictadura que hubo en Venezuela; la del General Marcos Pérez Jiménez, y a su vez había sido copiada, casi al calco, de otra similar que se aplicaba en España en la época de la dictadura franquista.

En ella se consideraba que todos los que no tuviesen oficio conocido podían ser considerados como vagos o maleantes, y ser objeto de sanción por parte de los prefectos. Incluso a los homosexuales se les atribuía tal consideración. Inexplicablemente, aun y cuando los fundamentos jurídicos y éticos de aquella ley rayaban en lo absurdo, mantenía su vigencia plena, y los funcionarios encargados de su aplicación no estaban facultados para negarse a ejecutarla.

Mientras mantuviera su vigencia, los prefectos estaban obligados a acatarla, cumplirla y hacerla cumplir. Por ventura o por desgracia, el destino me eligió para ser uno de aquellos últimos prefectos. Estas son las memorias de algunos de los casos más sorprendentes con los que tuve que lidiar.

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El Último Prefecto
 

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