Reprimidos los conatos de introducir la reforma luterana, España siguió el movimiento de reacción contra el renacimiento y sus tendencias, que cundió en la sociedad católica de la segunda mitad del siglo XVI. La reforma de costumbres, impuesta por la reina Isabel y por Cisneros, pasó con sus promovedores. La Italia escéptica nos inoculó por medio de sus dominadores el gusto de las fiestas y del lujo, de la literatura ligera y de la galantería libre y refinada. Pero al promediar el siglo, un soplo, que parece escapado del sepulcro del autor de la Imitación, recorre toda España; su literatura se hace mística, la severidad de su carácter se extrema, márcase enérgicamente la tendencia a la unidad religiosa, que pasados algunos años será incontrastable; los cenobios se multiplican; y la nación que en lo que iba de siglo no contaba más varón eminente en santidad que el soldado de genio que aplicó los principios de la milicia a un instituto organizado maravillosamente para el combate, ve surgir por todas partes entusiastas reformadores, que devuelven momentáneamente a las decaídas instituciones monásticas el espíritu de sus primitivos fundadores.