Las alas de la oruga

El bienestar de la humanidad depende de recursos naturales como el agua, la tierra cultivable, la pesca y la madera; y servicios ecosistémicos como la polinización, el ciclo de nutrientes y el control de la erosión. Las interconexiones entre seguridad de alimentos, agua y energía nos afecta a todos los seres humanos, pero la población más pobre del mundo sigue siendo la más vulnerable (WWF, 2014).

La demanda de recursos, bienes y servicios de los ecosistemas que tiene la humanidad la huella ecológica global, aunque repartida de manera muy desigual, sigue aumentando. Necesitamos 1,5 planetas para satisfacer nuestras actuales demandas de recursos naturales. Esto significa que estamos consumiendo nuestro capital natural, haciendo más difícil que las generaciones futuras puedan satisfacer sus necesidades. El doble efecto del crecimiento de la población humana y una elevada huella per cápita están aumentando las presiones que ejercemos sobre nuestros ecosistemas.

La abundancia de la que disfrutan las sociedades acomodadas se ha conseguido, en buena medida, a costa de otros territorios y personas. Estamos en un sistema en el que algunas sociedades o algunos sectores sociales, los enriquecidos, mantienen un estilo de vida y de consumo que solo se puede mantener imponiendo condiciones injustas de vida y de trabajo a las clases desfavorecidas, ignorando una gran parte del trabajo dedicado a cuidados y mantenimiento de la vida mayoritariamente realizado por mujeres, y esquilmando recursos naturales (Herrero, 2014a).

A pesar de los numerosos avisos recibidos, nuestra civilización se muestra incapaz de transformarse, al menos de momento. Podemos señalar numerosas causas, pero la razón de fondo hay que buscarla en las visiones y creencias dominantes que forman un cuerpo de ideas interrelacionadas que determinan una visión del sentido de la vida y de la relación de la especie humana con el resto de las especies y con el planeta (Bermejo, 2014). Como señala Turiel (2012), se ha creado el convencimiento de que el nuestro es el único paradigma posible. Esta es la primera transición que hay que hacer; sin esta, las demás fracasarán.

La metamorfosis parece improbable, pero es posible, y la educación debe contribuir a crear las condiciones para que ocurra. En palabras de Václav Havel "la esperanza no es la convicción de que todo va a salir bien, sino la seguridad de que tiene sentido lo que hacemos". A lo largo de la historia encontramos numerosos ejemplos de cómo surge lo inesperado, provocando cambios drásticos e invalidando muchas predicciones. "Las tendencias y las eventualidades sólo nos dicen lo que es probable. Las probabilidades son abstracciones. Las posibilidades son la esencia de la vida, las visiones para actuar, las puertas que atravesar" (Atlee, 2003).

Karl Popper nos recordaba que el futuro no está predeterminado, está abierto, y no se puede predecir, salvo accidentalmente. Y añadía: "cuando digo 'tenéis el deber de seguir siendo optimistas', no solo incluyo en ello la naturaleza abierta del futuro, sino también aquello con lo que todos nosotros contribuimos a él con todo lo que hacemos; todos somos responsables de lo que el futuro nos depare. Por tanto, nuestro deber no es profetizar el mal, sino más bien luchar por un mundo mejor" (Popper, 2005).

Somos dependientes de los sistemas naturales del planeta y del resto de seres humanos aunque habitualmente no seamos conscientes de ello. No existe una solución infalible para conseguir la sostenibilidad y la equidad; no hay una estrategia única. Deberemos integrar esfuerzos en ámbitos muy diferentes, pero si algo tienen en común, es la necesidad de empoderar y responsabilizar a la gente para generar una profunda cultura de participación ciudadana. En este contexto, la actuación individual es importante, pero lo es aún más la acción de las personas unidas en comunidades y movimientos (Prugh y Renner, 2014).

En esta tarea, aun sien

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