¡Cuán deteriorada se vuelve la memoria a medida que avanzamos en años! Constantemente olvidamos los pequeños sucesos de la vida cotidiana, y nuestra historia pasada a veces se nos aparece como un sueño borroso y turbulento. Los amigos y asociados de nuestra juventud se desvanecen de nuestra memoria, y con frecuencia somos incapaces de recordar incluso los nombres que llevaban. Es cierto que una persona anciana manifiesta a veces una memoria tan clara y tan tenaz como la que posee cualquiera de los que le rodean, pero su caso es peculiar y no justifica que los demás esperen verse igualmente favorecidos. Porque la pérdida de memoria es una enfermedad común y natural de la vejez, y no debemos sorprendernos ni impacientarnos ante este indicio, entre muchos otros, de nuestra mortalidad.
El mundo presente no es nuestro descanso, aunque somos demasiado propensos a vivir como si lo fuera; y nuestra fuerza menguante y nuestras facultades debilitadas son recordatorios amables y necesarios de nuestra posición real aquí. Y no sólo nos recuerdan que hemos llegado al atardecer de la vida, y que debemos prepararnos para el amanecer de la inmortalidad, sino que tienden a ayudarnos a hacer esa preparación, retirándonos de las arduas y absorbentes ocupaciones del mundo, y destetándonos gradualmente de nuestro apego natural a este presente estado de existencia.