Desde que ha habido la necesidad de conservar alimentos se han utilizado distintas estrategias. Uno de los avances maravillosos fue la esterilización: el uso de la tecnología de conservas fue un hito porque permitió que los alimentos mantuvieran sus propiedades organolépticas y fuesen seguros durante muchos meses. También se ha usado la sal como conservante; la desecación, deshidratando los alimentos al sol; y las temperaturas bajas de una forma muy rudimentaria, colocando los alimentos en la zona más fresca de la casa. En España, la fresquera ha existido en las casas hasta principios de los años 60, cuando el frigorífico se popularizó como un electrodoméstico. A finales del siglo XX hubo varias crisis alimentarias que nos llevaron a poner los cimientos de la seguridad alimentaria actual. La que recordamos todos, probablemente, es la del aceite de colza en 1981. El aceite estaba desnaturalizado con anilina, se derivó al mercado alimentario y provocó consecuencias que todavía hoy las está padeciendo mucha gente. Pero el cambio real se produjo a raíz de la crisis de las vacas locas y de las dioxinas de los pollos, en 1996 y 1997. Ahí fue cuando la Unión Europea estableció las bases de la seguridad alimentaria moderna. Ahora mismo, tenemos los estándares más altos del mundo, y eso es fruto del trabajo de los últimos 20 o 25 años. La seguridad alimentaria debe ser la base sobre la que se sustente el resto de consideraciones que tengamos en la industria. Es imprescindible poner en el mercado alimentos seguros que no nos produzcan una intoxicación alimentaria, que no nos produzcan un envenenamiento porque están contaminados con productos químicos o que no nos produzcan un desgarro esofágico porque tienen un trozo de cuchilla que se ha soltado de una máquina. Por tanto, es lógico que en lo primero que pongamos la atención sea en esto. Si no tenemos seguridad alimentaria, nos da igual que el alimento sea sano o insano porque estaríamos hablando de problemas muy graves de efecto inmediato, a medio o a largo plazo.