El desorden reinante en el despacho de César era descomunal. Los libros y papeles estaban tirados al azar por toda la sala. Dos librerías rebosantes estaban colocadas en una de las esquinas formando ángulo recto. Allí descansaban, aleatoriamente, los libros más afortunados; el resto se amontonaban en columnas por el suelo sin dejar más que un estrecho paso. Una montaña de papeles, carpetas y objetos de origen diverso cubrían una mesa barata de contrachapado. Era como aquellas que venden en los grandes almacenes que tiene que montar uno mismo; por eso siempre acaban con calzos y un cajón que no se abre. Siguiendo la norma, una de sus patas tenía un calzo y había que tirar con fuerza para abrir el tercer cajón. El mobiliario lo completaban dos sillas a juego. En la mesa, bajo el manto blanco de papeles, se escondía un ordenador del cual sólo sobresalía la pantalla.