Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún -treinta y dos años-, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela.